
Nunca quise escribir epitafios de amor, pero al encontrarme de frente a la soledad no me quedó más remedio que sentarme con ella cara a cara, invitarla a un café y rescatar de mi memoria presente todo aquello que nos había ocultado a las dos.
La reacción esperó tres miligramos cúbicos de segundo para hacerse patente y comenzó a atormentarla por sentirse desubicada.
Se levantó, cogió su abrigo, me miró con el desdén propio de alguien que se sabe poseedor de tus derechos sin llegar a haber pujado jamás por ti en una subasta y se fue.
Al alejarse, su halo de grandeza y magnificencia se agrandó cuando, a voz en susurro le grité:
-Esta noche nos vemos.
Girose y emprendió su camino hacia mi mesa de cobre.
-¿Para qué?
-Para echarte.