lunes, 24 de agosto de 2009

Ma belle...

Se avecinan caricias furtivas de noche y relámpagos de día producidos gracias a tus gemidos.

Se avecina torpeza frente a ti, no saber cómo tocarte y terminar por querer desnudarte arrancándote esos retales sintéticos que te cubren.

Se avecinan ganas de echarte de menos y encontrarte de nuevo en viajes de autobuses rojos que me llevan a múltiples destinos.

Se avecina tu deseo por hablar, tus pequeños balbuceos hilarantes que destruyen cualquier tipo de ritmo hasta ahora conocido.

Se avecinan tristezas traducidas en acordes acompasados en tu cuerpo, en tus curvas. En ti.

Michelle, ma belle, cada vez va quedando menos…

jueves, 20 de agosto de 2009

La calidez de tus párpados errantes

No me separo de tus ojos por un solo momento, me transportan al primer momento en el que decidiste acercarte a mí e insinuar lo poco que te había impresionado que alguien como yo apareciera en tal discusión.

Los inicios no fueron halagüeños, tú incrementabas el ritmo de tus indirectas para tratar de incomodarme con sonrisas mientras yo me perdía en el huracán de tus párpados errantes.

Ambos humedecimos los ojos más veces de la cuenta, volvimos vidriosa la mirada y con nuestras lágrimas a punto de estallar supimos cómo frenar las bombas de recuerdos que nos acechaban y resguardarnos en un lugar más seguro que cualquier bunker: rellenar álbumes de fotos hasta ahora vacíos con el recuerdo de años sobre nuestra espalda.

No dudamos en apostar la primera vez, tal vez el ritmo del juego fue lo que hizo que me alejara, que me perdiera en tus silencios inconclusos con frases jamás pronunciadas por tus labios.

Mientras, en la ausencia mutua acariciamos fotos, arrugamos recuerdos y tuvimos la capacidad de remontar el temporal que se avecinaba tras la puerta.

Nunca supe cómo hacerlo, cómo alejarme sin dañar aún más tu alma de lo que ya de por sí estaba haciendo. Aquel viernes tú tenías frío, tanto que terminé helándome contigo.

No era justo, lo sabía, por eso no podía continuar, por eso no podía acercarme más a tus recuerdos para desdibujar tristezas y esbozar sonrisas.

Tú seguías siendo tú.

Yo empezaba a cambiar.

¿Los dos?

¿F... ando?


"Sigo sin entender qué interés puede tener hacer aire con un fuelle..."


Incomprensiones nocturnas, diurnas y vespertinas (Episodio I)

martes, 18 de agosto de 2009

La catenaria indiscreta


El circo humano (Volumen V)


Las horas seguían transcurriendo lentas en el vagón infernal y el frío comenzaba a mezclarse con el calor humano que componía aquella extraña expedición.

Las lágrimas de Ella se derramaban sin dificultad entre los murmullos irrisorios de los extraños pasajeros del vagón del circo humano y no fue hasta que la chica de la pipa marrón que se sienta en el viejo sillón marrón la invitó a parar cuando se decidió a hacerlo.

Analizaron fríamente todos los pormenores de su angustia y decidieron seguir odiando al Ectoplasta en silencio hasta que se dieron cuenta de que él era la hemorroide más dolorosa.

No merecía odiarle en silencio. No merecía gritar cuánto daño le había hecho.

No merecía nada de eso.

Las ruinosas vías insinuaban traqueteos molestos y Ella comenzó a sospechar sobre la legalidad de aquel sistema ferroviario. Precipitó su cabeza por la ventana y vio que la catenaria no gozaba de la estabilidad y la firmeza de la que debería.

Era vieja, sinuosa y se balanceaba con un descaro acongojante sobre la vía del tren. En sus múltiples movimientos se acercaba en su lejanía a la cara de Ella.

No se llegó a apartar, por momentos sentía cómo susurraba a través del tiempo todo aquello que necesitaba oír.

La catenaria era otro capricho más de Ella, acostumbrada a buscar señales y sonidos indiscretos por doquier encontró en ella una vía más para acercarse a todo lo que no alcanzaba a comprender.

Le producía la misma paz que había desterrado en el momento en el que recogió el primer caramelo de vainilla de las manos del Ectoplasta sucumbiendo a su sonrisa pícara y descarada.

La catenaria fue otra aliada más en su viaje, mientras susurraba palabras en silencio que el viento se dedicaba a gritar en sus oídos decidió no volver a humedecer sus ojos por nadie que no mereciera un golpe seco en la mesa para frenar sus historias nunca contadas.

Esta vez no hubo frenazo, por primera vez deslizó sus dedos sobre la ventana para mimetizarse con el viento y frenó sus ansias de bajar del tren observando los gritos de la catenaria.

Todo seguía tal y como lo había dejado.

El circo humano (Volumen V)

miércoles, 12 de agosto de 2009

Un hombre sensible que llora


El circo humano (Volumen IV)



La estampa era desoladora, aquel tren hacía días que no realizaba una sola parada y todos los allí presentes comenzaban a estar algo incómodos. La falta de sueño y la mezcla de olores comenzaban a hacer mella en el ánimo y poco a poco todos fueron sacando sus peores caras.

La neogótica con moñetes al estilo japo no tuvo más remedio que cambiar sus moñetes por una coleta alta en la que poder guardar la poca comida que le iba quedando mientras comenzaba a sufrir un nerviosismo impropio de alguien que ha nacido para salvar y proteger al mundo.

El chico del gorro al estilo cow-boy había sido abducido por la fama obtenida en el vagón del tren al reponer 15623 veces sus aullidos imitando al pájaro carpintero de la sierra de Gredos y para entonces ya pedía ser lavado cada hora con toallitas especiales de bebe con olor a colonia infantil.

El Ectoplasta vagaba por el vagón buscando alguna ventana o espejo en los que buscar el reflejo de su larga y preciada cabellera, cada vez más cubierta de nieve. Cada vez menos cuidada, cada vez menos. Mientras veía sus entradas buscaba alguna salida por la que poder escapar del peso de los días.

La chica de la pipa marrón que se sienta en el viejo sillón marrón había cultivado para entonces varias matas de pepinos con las que poder hacerse mascarillas y había leído unos veinte libros sobre la reproducción asistida de las gallinas y otros tantos sobre el derecho que estas tenían a abortar.

Para entonces, sus discursos, bien pronunciados y nada eclécticos habían sido aplaudidos y odiados a partes iguales por todos los que conformaban aquel peculiar viaje. El pragmatismo del Ectoplasta se mezclaba con el incipiente ego hipócrita desmedido del chico del gorro al estilo cow-boy y la preocupación de la neogótica sin moñetes al estilo japo por recuperarlos.

De repente, la voz de la megafonía, más gangosa y atragantada de lo habitual anunció la próxima parada. Quedaban exactamente 23 segundos para poder bajar del tren y respirar algo de aire fresco y poder ventilar aquellos vagones llenos de falsedad.

Cuando todos bajaron del tren se lo encontraron allí, tirado en el anden llorando porque las flores aún no habían florecido y no podía disfrutar del inmenso placer de soplar el polen que emanaban en la primavera.

La postura le delataba, estaba sentado y apoyaba la cabeza en sus piernas mientras la tapaba con sus brazos para no descubrir al mundo todo lo que corría por su cabeza y su alma.

Él era así, sensible, sentido, sincero, egocéntrico y sin la autoestima suficiente para aceptar que no encajaría en ese tren. Sin embargo, cuando el Ectoplasta le invitó a subir tendiéndole su maravillosa y arrugada mano él levantó la cabeza cual perrillo que recogen de una gasolinera y saltó con entusiasmo a los brazos del Ectoplasta pensando que allí encontraría una mejor vida.
Al subir al tren vio que no era lo que pensaba, pero una vez que estaba allí no podía bajarse ya que había dado su palabra de perrillo abandonado en una gasolinera y ya era tarde para borrar el brillo de sus ojos.

Echó una mirada rápida sobre los asientos del tren y al no ver ninguno disponible (tampoco se paró a ver si realmente había alguno) decidió sentarse junto a la puerta, en el pasillo.

La chica de la pipa marrón que se sienta en el viejo sillón marrón lo miraba con desprecio y cariño a partes iguales e intuyó que podrían tener grandes conversaciones.

A ella siempre le gustaron los perrillos. A Ella también, pero estaba demasiado ocupada evitando miradas del Ectoplasta que parecía haberse alejado de sus deseos mientras adoptaba una postura de dolor ante el mundo.

Los frenos gritaron en el momento en el que Ella derramó la primera lágrima.


El circo humano (Volumen IV)

martes, 11 de agosto de 2009

El saludo silencioso


El circo humano

(Vol. III)


Al despertar del sueño en el que había sido sumida tras aquellas palabras de la neogótica con moñetes al estilo japo se incorporó en su asiento y volvió a mirar por la ventana. Ya era de día y la luna seguía atentando contra los rayos del sol en un combate sin precedentes.

En ese momento, cuando contemplaba la lucha incesante de ambos se planteó lo miserable que había sido ese viaje hasta el momento; por más que pensaba no encontraba un solo recuerdo que no estuviera ligado a la desconfianza y a movimientos de cejas que se levantaban tras frases inacabadas.

Volvió a planteárselo, por mucho que quisiera, y a pesar de todo lo que desconfió de él, había sido muy feliz durante esos meses. Consiguió mirar los caramelos de vainilla de otra forma y comenzó a guardar todos los que encontraba en tiendas en una pequeña cajita custodiada por los recuerdos de un futuro que aún no había llegado.

Era inevitable sonreír mientras pensaba en el Ectoplasta, era inevitable no pensar en él y sonreír. Justo en el momento en el que Ella comenzó a esbozar una sonrisa un golpe seco y dado con una maestría jamás vista hasta entonces golpeó su nuca.

El sonido fue tan fuerte que todos los que viajaban con Ella repararon en su presencia y sintió la presión ilimitada que en ese momento le imponían los demás insistiéndole en silencio para que se volviera e increpara a quien la había sacado de sus ensoñaciones matutinas.

Se giró poco a poco como si fuera un giraluna sintiendo cómo los rayos de la misma (que para entonces, ya había ganado el combate) la instaban a dar un giro lento y acompasado para descubrir quién había osado despertarla de los sueños que la atrapaban.

La encontró allí, sentada en un sillón viejo fumando una pipa. Impasible ante el paso del tiempo y desafiante en su mirada. Era capaz de retar a todos los que se acercaban a ella con el único fin de demostrar lo valiosa que era y cuánto la podrían llegar a necesitar todos los que osaran acercarse a su esencia.

-Deja de hacer el tonto. Se te pone cara de lerda cuando sonríes y piensas en él.
-Tú eres…
-¿Y tú?
-Yo soy Ella. ¿Tú?
-¿Te importa?
-Sí.
-La chica de la pipa marrón que se sienta en el viejo sillón marron. ¿Te parece bien?
-No.
-Me da igual.

Era tan insolente en sus respuestas que llegaba a intimidar, sin embargo, en ella vislumbraba lo que hasta entonces no había visto en nadie más, era la mejor confidente que había tenido en años, pues nadie como la chica de la pipa marrón que se sienta en el viejo sillón marrón podría comprenderla.
Decidió que se quedaría sentada mirándola y observando todo lo que decía, grillos incluidos. Quién lo iba a decir, terminaría aprendiendo mucho más de ella que de cualquier otra persona que fuera subida en ese tren.

Acrecentó su cariño por la chica de la pipa marrón que se sienta en el viejo sillón marrón cuando esta se acercó a sus dolencias y comenzó a odiar al Ectoplasta con la fuerza y el vigor con los que sólo Ella podía odiar.

Mientras tanto, el tren frenó de tal forma que ambas cayeron al suelo y pudieron ver cómo los demás, atados por sus cinturones de cadenas hechas por eslabones de hipocresía, se reían descaradamente de sus respectivas torpezas.

Nadie de aquellos que reían a carcajada limpia mostrando sus grotescas fauces presentía que en el fondo, ahora las dos tenían el poder. Ella estaba satisfecha.

Ella había conseguido la mejor compañera de viaje.

Volvían a sonar los rayos de la luz de la luna.


El circo humano (Volumen III)

martes, 4 de agosto de 2009

El fantástico caso de la neogótica cursi


El circo humano (Volumen II)


Consiguió subir al tren después de forcejear con toda la gente que la había estado reteniendo durante su precipitada y ansiada huida y, cuando pudo darse cuenta, ya les había dejado atrás.

Buscó con cierta tranquilidad asiento, la velocidad nunca fue uno de sus fuertes y reparó tranquilamente en las ventajas e inconvenientes de cada uno de los sillones de mármol y terciopelo raído que conformaban aquel vagón.

La iluminación era tenue, tanto que tenía que tocar cada uno de los sitios para poder ver cuál se podría adecuar mejor al viaje que acababa de comenzar. No quería equivocarse, sabía que una vez que se sentara le sería difícil encontrar otro asiento. Segundos después, la megafonía lo confirmaba, la siguiente parada llenaría el vagón de seres de otras especies.

Cuando lo vió, supo que era ese el sitio en el que querría sentarse, frente a la ventana tenía la luz suficiente para poder leer y comer magdalenas sin llegar a quedar cegada por la luna.

De repente, el tren frenó en seco, como si tuviera prisa por ver a alguien que iba en otra dirección, ella no se sobresaltó, llevaba demasiados frenazos en su vida y por uno más no tendría que sorprenderse.

Se abrieron las puertas y subió ella. Al principio, su estética, neogótica mezclada con un sutil toque de cursilería puesto gracias a dos lazos rosas coronando los dos pequeños moñetes estilo japo que recogían su pelo, la sorprendió.

Se sentó a su lado sin mediar palabra y de repente, le entregó una carta. Mientras la miraba, la neogótica la invitó a guardar silencio mientras leía la misiva.

Una vez la hubo leído, le comenzó a susurrar muy bajito lo que llevaba un tiempo pensando, aquél chico del gorro al estilo cow-boy no era de fiar. Ni siquiera el chico que la había estado atando, se habían aliado para la destrucción masiva de su personalidad.

En aquel momento no entendía nada, estaba confusa pero siguió escuchando a la neogótica con atención, confiaba en sus palabras y más aún en sus moñetes estilo japo.

El tren volvió a frenar, ella se golpeó la cabeza ligeramente y su discurso cambió radicalmente, hasta el punto de llegar a contradecirse de forma descarada y burda.

Fue entonces cuando sacó otra carta. Ella comenzó a sospechar que los moñetes estilo japo no eran garantía de confianza absoluta y que aquellas líneas que volvían a proclamarle el amor ilimitado del ectoplasta no estaban tan plagadas de verdad como en un principio creyó.

Siguió mirándola atentamente un rato mientras no dejaba de hablarle a voces y consiguió arrancarle un par de falsas verdades.

Nada que no supiera.
Nada que no le hubiera gustado saber en su momento.

Nada nuevo. O sí.


El circo humano (Volumen II)

domingo, 2 de agosto de 2009

Pasen y vean


El circo humano (Volumen I)


Las circunstancias la arrastraron sin pudor al adiós y ella no dudó en aceptar su nueva situación con una sonrisa.

Pensó tantas veces en el momento en el que se despedirían, en el que él se quedaría varado en aquella estación de tren esperando que ella volviera mientras agitaba incesantemente una pancarta en la que rezaba el halagador eslogan publicitario “El frotar se va a acabar”.

Acuchilló el suelo de su ego durante varios meses, los justos para que él se resarciera y tuviera un pilar más sobre el que sustentar su egoísmo, trabajado durante años de forma incansable junto a su autoconcepto, elevado y poco ajustado a la realidad.

Se miraba en el espejo y creía ver el sol en su pelo, cada vez más nevado y cercano a la cima de sus pies. Ella se limitó a halagar y adular lo justo para que el le rindiera la atención que tanto anhelaba.

-No te vayas.
-No te quedes.
-Quédate.
-No te quedes.

Las contradicciones volaban sobre aquella despedida y a ella cada vez le pesaba menos coger ese tren. Para entonces, un grupo de personas se había agolpado junto al vagón y miraban expectantes cómo se resolvía la escena.

Los comentarios comenzaron a surgir sin preocupación alguna y mientras ella se daba la vuelta para subir al tren oyó las conspiraciones de los que hasta entonces habían sido público y parte de aquel adiós.

Volvió a bajarse del tren por un segundo y les pilló bromeando sobre el asunto, quitándole importancia a lo que le traería la tan ansiada felicidad: Despedirse del ego del ectoplasta para volver a encontrarse con el suyo.

Olvidado.

Anhelado.

Suyo.

Fue en un momento, cuando descubrió que todos ellos eran actores de pésima calidad, cuando notó que los hilos que hasta ahora la habían atado y manejado se iban soltando poco a poco, que no había estado tan ligada como creía y que no le pesaba sucumbir a la libertad que ahora comenzaba a imperar en su vida.

Se subió al tren y planeó no hacer nada durante un tiempo, quién sabe si algún día volvería a esa estación y sería ella quien manejara ciertos hilos…

Al fin y al cabo, una parte de ellos dependía de su voluntad.

El circo humano (Volumen I)

sábado, 1 de agosto de 2009

El fin es sólo un comienzo más


Las normas de cortesía me invitan a comenzar con un hola, buenos días, buenas tardes, bonita madrugada, me gusta tu pelo, me muero de ganas de echarte de mi vida de forma definitiva y lo terminaré haciendo.

Sí, eso dicen las normas de cortesía. ¿Pero qué le voy a hacer? Prefiero ceñirme a mis propios métodos de presentación.

Me he planteado comenzar por el fin, por ese momento en el que estoy rodeada de familiares, amigos y gente que va por compromiso a verme.

Los veo a todos, sentados en sendos bancos, porque sí, dudo mucho que en ese momento se respete mi voluntad y me hayan llevado al sitio en el que con 13 años afirmé que tendría lugar tal acto. Están ahí, multicolores y mustios, apagados porque muchos ya no tienen batería y otros andan fuera de cobertura.

Siempre fueron como móviles, estuvieron cargados hasta que olvidé darles energía y muchos terminaron muriendo, como aquel Siemens M-55, que después de tres años de servicio decidió abandonarme el verano en el que mis humildes posaderas tuvieron, por primera vez, opción de pisar la cárcel. No he cuidado a mis móviles demasiado, sentía debilidad por ellos los primeros días y después no tenía reparo en dejarlos apartados en cualquier mesa o sillón. No fui dependiente de ellos.

No lo fui.

Sin embargo, las pocas veces que les permitía gritar con sus chillidos desaforados y ansiosos recurrí a ellos… Te busqué, móvil, en el sillón, en la encimera, en la mesita de noche, debajo de la cama… Te encontré.

Os encontré.

No quiero que mi funeral se celebre en una Iglesia, no quiero que la gente llore ni lamente cuánto han perdido con mi huída hacia quien sabe donde, quiero uno de esos funerales al estilo americano. Los quiero a todos sentados en un salón, lleno de fotos de músicos, lleno de música, de vida, de gente corriendo y riendo mientras cuentan los chistes que me hacían reír.

Quiero que suenen los Beatles.

Quiero oler el café de los molinillos y que la gente invente recuerdos sobre lo mucho que me gustaba sentarme en la terraza de aquella vieja cafeteria frente al muelle de los deseos en el que decidí abandonar aquella vida mísera y poco productiva en la que me había encomendado.

Jamás estaré en un muelle de los deseos. No existe. No lo inventaré. No.

No quiero una muerte dulce, dudo mucho que exista algún tipo de muerte que no sea demoledora. Quiero, que cuando la muerte venga a visitarme, no me lleve al sur, donde dijeron que nací, quiero que me dejen donde esté, porque será el lugar que habré elegido para descansar.

Quiero que, en mi funeral, haya café.

Bienvenidas/os a este blog…