martes, 7 de diciembre de 2010

El hijo de la óptica.

El mostrador de madera, con cristales biselados para darle un toque más serio y elegante presidía el último rincón de aquella tienda. Nadie daba más de dos días a aquel negocio, pero los 973 días que habían visto cómo aquella persiana se levantaba parecían darle la razón al empeño y al trabajo.

Todas las mañanas, el pan con dos onzas de chocolate acompañaba a los dulces desvelos matutinos del pequeño Martín mientras pensaba que el día también debería estar hecho para dormir.

Su mayor aspiración era acompañar a la luna en su descanso diurno. El colegio le aburría y los palmetazos en la mano le aturdían. ¿Qué clase de necio podría creer que la sangre se convertiría en tinta?

Las tardes las dedicaba a repasar lo que había aprendido: recuerdos de las hojas que había dejado sin pisar en su camino a la escuela pública por ser más especiales que el resto, los cordones de los zapatos entrelazados para hacerse fuertes al no poder competir el uno contra el otro. Y las piedras.

Los 23 primeros días de vida de la tienda nadie entró. Era la segunda y ellos los terceros en llegar a aquel pueblo marrón. Pero las piedras, hicieron que fueran 973 los días que permaneciera abierta.

El artificio, la puntería de Martín y las enormes ganas de que su madre pudiera llenar su bata con más gafas que arreglar justificaban las piedras..

Nadie veía bien desde que Martín llegó, porque él, era el hijo de la óptica.

Y debían ser 974 los días que esa tienda fuera abierta.

Cada piedra, era un día más.

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