sábado, 5 de febrero de 2011

Azul

Ayla era una víctima más de aquella guerra, el haber figurado entre las listas de los candidatos de aquel partido la había convertido, automáticamente, en objetivo de cualquiera del escuadrón contrario. Eran su nombre, su pelo y su identidad quienes la delataban, todo marcado por un profundo color cobrizo.


La conocían como la chica de las pecas, en honor a las que coronaban sus mejillas y a las que solían poblar su falda de vuelo. El amor por el talle alto en la misma la había consolidado como una más entre las filas del glamour de aquella época.

En aquel país, en el que ya no quedaba nombre para nadie, ella era perseguida.



Antes de toda aquella revuelta, de la revolución de los ricos acomodados que luchaban por tener más aún tuvo que sumergirse en aquella alcantarilla para poder subsistir.



La suerte, el destino o la política la habían llevado a erigirse como una figura de autoridad en el parlamento, lo que la había convertido en presa fácil de comentarios envidiosos que la acusaban de ser sólo la cabeza de turco de aquel arriesgado plan.



Su primer contacto con aquel mundo, principalmente masculino se materializó la primera tarde de la primavera en la que no dejó de nevar hasta mayo. Aquella tarde tocaba azul, como si eso la fuera a hacer sentir más segura. Tropezó en el primer escalón del congreso y al volverse sonrojada para ver si alguien la había visto le descubrió riéndose. Recogió sus papeles lo más dignamente que pudo y, cuando iba a emular a su odiada Cenicienta, él pasó a su lado, sin siquiera mirarla. Pasó entonces del odio a la extrañeza, debería haberse acercado a ella para ayudarla, pero arrugar aquel traje debía ser un sacrilegio.



Ya era tarde y tuvo que volver a correr, la prisa la inundó y se sorprendió entrando en el sitio en el que había luchado por estar. Su azul y ella se sentaron en el cuarto asiento de la tercera fila y tras comprobar que aquel número, el 7 se había apoderado de su primer día, empezó a escuchar.



Le sorprendió entonces mirándola, como si nada más de lo que allí hubiera le interesara, salvo ella, su coleta y su azul. Y supo que quería besarla, a pesar de que no conocía su nombre. Simplemente quería abrazarla.



A ella, y a su azul.

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Pensamientos absurdos