jueves, 20 de agosto de 2009

La calidez de tus párpados errantes

No me separo de tus ojos por un solo momento, me transportan al primer momento en el que decidiste acercarte a mí e insinuar lo poco que te había impresionado que alguien como yo apareciera en tal discusión.

Los inicios no fueron halagüeños, tú incrementabas el ritmo de tus indirectas para tratar de incomodarme con sonrisas mientras yo me perdía en el huracán de tus párpados errantes.

Ambos humedecimos los ojos más veces de la cuenta, volvimos vidriosa la mirada y con nuestras lágrimas a punto de estallar supimos cómo frenar las bombas de recuerdos que nos acechaban y resguardarnos en un lugar más seguro que cualquier bunker: rellenar álbumes de fotos hasta ahora vacíos con el recuerdo de años sobre nuestra espalda.

No dudamos en apostar la primera vez, tal vez el ritmo del juego fue lo que hizo que me alejara, que me perdiera en tus silencios inconclusos con frases jamás pronunciadas por tus labios.

Mientras, en la ausencia mutua acariciamos fotos, arrugamos recuerdos y tuvimos la capacidad de remontar el temporal que se avecinaba tras la puerta.

Nunca supe cómo hacerlo, cómo alejarme sin dañar aún más tu alma de lo que ya de por sí estaba haciendo. Aquel viernes tú tenías frío, tanto que terminé helándome contigo.

No era justo, lo sabía, por eso no podía continuar, por eso no podía acercarme más a tus recuerdos para desdibujar tristezas y esbozar sonrisas.

Tú seguías siendo tú.

Yo empezaba a cambiar.

¿Los dos?

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