miércoles, 12 de agosto de 2009

Un hombre sensible que llora


El circo humano (Volumen IV)



La estampa era desoladora, aquel tren hacía días que no realizaba una sola parada y todos los allí presentes comenzaban a estar algo incómodos. La falta de sueño y la mezcla de olores comenzaban a hacer mella en el ánimo y poco a poco todos fueron sacando sus peores caras.

La neogótica con moñetes al estilo japo no tuvo más remedio que cambiar sus moñetes por una coleta alta en la que poder guardar la poca comida que le iba quedando mientras comenzaba a sufrir un nerviosismo impropio de alguien que ha nacido para salvar y proteger al mundo.

El chico del gorro al estilo cow-boy había sido abducido por la fama obtenida en el vagón del tren al reponer 15623 veces sus aullidos imitando al pájaro carpintero de la sierra de Gredos y para entonces ya pedía ser lavado cada hora con toallitas especiales de bebe con olor a colonia infantil.

El Ectoplasta vagaba por el vagón buscando alguna ventana o espejo en los que buscar el reflejo de su larga y preciada cabellera, cada vez más cubierta de nieve. Cada vez menos cuidada, cada vez menos. Mientras veía sus entradas buscaba alguna salida por la que poder escapar del peso de los días.

La chica de la pipa marrón que se sienta en el viejo sillón marrón había cultivado para entonces varias matas de pepinos con las que poder hacerse mascarillas y había leído unos veinte libros sobre la reproducción asistida de las gallinas y otros tantos sobre el derecho que estas tenían a abortar.

Para entonces, sus discursos, bien pronunciados y nada eclécticos habían sido aplaudidos y odiados a partes iguales por todos los que conformaban aquel peculiar viaje. El pragmatismo del Ectoplasta se mezclaba con el incipiente ego hipócrita desmedido del chico del gorro al estilo cow-boy y la preocupación de la neogótica sin moñetes al estilo japo por recuperarlos.

De repente, la voz de la megafonía, más gangosa y atragantada de lo habitual anunció la próxima parada. Quedaban exactamente 23 segundos para poder bajar del tren y respirar algo de aire fresco y poder ventilar aquellos vagones llenos de falsedad.

Cuando todos bajaron del tren se lo encontraron allí, tirado en el anden llorando porque las flores aún no habían florecido y no podía disfrutar del inmenso placer de soplar el polen que emanaban en la primavera.

La postura le delataba, estaba sentado y apoyaba la cabeza en sus piernas mientras la tapaba con sus brazos para no descubrir al mundo todo lo que corría por su cabeza y su alma.

Él era así, sensible, sentido, sincero, egocéntrico y sin la autoestima suficiente para aceptar que no encajaría en ese tren. Sin embargo, cuando el Ectoplasta le invitó a subir tendiéndole su maravillosa y arrugada mano él levantó la cabeza cual perrillo que recogen de una gasolinera y saltó con entusiasmo a los brazos del Ectoplasta pensando que allí encontraría una mejor vida.
Al subir al tren vio que no era lo que pensaba, pero una vez que estaba allí no podía bajarse ya que había dado su palabra de perrillo abandonado en una gasolinera y ya era tarde para borrar el brillo de sus ojos.

Echó una mirada rápida sobre los asientos del tren y al no ver ninguno disponible (tampoco se paró a ver si realmente había alguno) decidió sentarse junto a la puerta, en el pasillo.

La chica de la pipa marrón que se sienta en el viejo sillón marrón lo miraba con desprecio y cariño a partes iguales e intuyó que podrían tener grandes conversaciones.

A ella siempre le gustaron los perrillos. A Ella también, pero estaba demasiado ocupada evitando miradas del Ectoplasta que parecía haberse alejado de sus deseos mientras adoptaba una postura de dolor ante el mundo.

Los frenos gritaron en el momento en el que Ella derramó la primera lágrima.


El circo humano (Volumen IV)

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